Imposible torear más despacio que Morante. El de La Puebla del Río rompió todos los moldes y devolvió la libertad de la pasión con un «Libertador» por el que pocos apostaban. Agradecido tiene que estar Fernando Domecq al sevillano porque su toro fue a más en las manos de un artista de muleta adelantada, cintura rota y hondura. No hay torero en el escalafón que se parezca a él. Ni siquiera que guarde un parentesco lejano.
José Antonio tuvo fe en el toro, apostó e incluso se atrevió a citarlo en la distancia. Valor, arte y profundidad. Tres en uno, sin mentiras ni aditamentos, y no como esos productos que se venden en el mercado. Agarró una estocada fulminante y la plaza se pobló de pañuelos y algarabía. La faena era de dos orejas del mismísimo Madrid (vale, el torete, no), pero el presidente debió creer que se la iban a cortar a él y escondió un pañuelo. Bronca monumental al concederle sólo una.
Genio y figura Morante, que entre los aplausos del público pidió unas gafas al mozo de espadas y se las lanzó al señor usía, que dio la impresión «de no ver bien». Ya se sabe, ojos que no ven, corazón que no siente, porque lo de ayer fue puro sentimiento y verdad de aquí a la Antártida. ¿Y la oreja? La tiró con desprecio en un arrebato.
Abrimos una ventana a nuestras antiguas costumbres y ritos de la ciudad de Sevilla
martes, 26 de junio de 2012
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